jueves, 28 de enero de 2010













Cinco continentes, centenares de países, incontables razas, todas con sus distintas culturas y niveles de vida. Sin embargo, hay una característica que todos los humanos compartimos: quejarnos. Nos quejamos por todo.
Cuando nacemos, lloramos porque nos arrancar del calor del vientre materno. Cuando crecemos, lloramos porque nos caemos, porque nos eligen el último para jugar al fútbol, porque nos llevan la contraria, porque nos castigan, porque Papá Noel no nos trae el juguete que le pedimos... en la adolescencia, cambiamos las lágrimas en la falda de mamá por amores no correspondidos, por uno correspondido que no es lo que parecía, por las agobiantes tardes el día antes de un examen, o por la sensación de que el mundo confabula en nuestra contra. Cuando somos adultos, olvidamos estas nimiedades por otras más "serias": No encontramos trabajo, el coche se ha calado, el niño es un caprichoso, el jefe es un explotador... La cuestión es lloriquear porque nos vienen dificultades.
Pero ahora dime, ¿de qué te quejas? ¿Qué sentido tendría una vida en la que obtuviéramos todo lo que queremos con chasquear los dedos y decir las palabras mágicas? Suena apetecible, pero ¿dónde quedaría el sentimiento de orgullo que te hincha el pecho cuando sabes que has conseguido algo tras darlo todo? Porque igual que un postre es más dulce después de un plato de verduras tragado sin respirar, la felicidad es doble cuando antes has probado el doloroso opuesto. No hacerlo sería como no salir nunca de la placenta.

A fin de cuentas, ¿qué sería del cielo... sin nubecitas? ¿Verdad? :)

1 comentario:

  1. eso es cierto, nos quejamos por tó...

    Ains, tenemos que reirnos de tó y olé

    Te veo el lunes (L)

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