jueves, 21 de enero de 2010
















Imagina un tablero de ajedrez. Las piezas colocadas en sus puestos con expresión fiera. El viejo rey con sus viejas piernas, incapaces de dar más de dos pasos seguidos, defendido por sus fieles súbditos y su amada reina. El ejército enemigo en el horizonte, como un reflejo burlón.
Empieza la partida; los peones se lanzan con ímpetu contra los enemigos. Los caballos saltan con brío entre los soldados de a pie, ansiosos por sumergirse en el calor del combate. Las poderosas torres buscan su oportunidad para golpear con irrefrenable fuerza bruta. Los taimados alfiles tratan de encontrar el momento para abandonar su puesto de honor al lado de sus reyes e internarse sigilosamente entre las piezas contrarias del otro, hasta llegar al corazón del soberano enemigo.
La batalla se desarrolla. Las torres aplastan y son derrumbadas, los caballos burlan defensas y caen, los peones acaban como mera carnaza, los alfiles se escurren entre los enemigos y pagan cara su osadía...
Las numerosas piezas van cayendo del tablero, quedando como muda audiencia de una contienda de la que ya no forman parte.
Cuando su rey peligra, la orgullosa reina abandona su trono, dispuesta a defender a su amado. Pero incluso la engalanada dama puede tropezar y caer, y así ser apresada sin piedad y expulsada del campo.
Tras la dura batalla, sólo los más listos han sobrevivido. Los reyes, sin guerreros que les tapen la vista, pueden ahora mirarse a los ojos. Ambos saben que es el momento de reunir a sus restantes soldados, levantarse de sus polvorientos tronos y pelear por no ser el que ruede fuera del tablero.
Tal vez sea la robusta torre, la siniestra sonrisa del alfil, el veloz salto del caballo, el temible avance de la reina, un pequeño peón que encuentra su oportunidad, o el mismo soberano del tablero que arrincona al otro; pero siempre, uno de los reyes acaba dando jaque al otro. La corona del vencido toca tierra, mientras la del vencedor se alza esplendorosa.


Y todo acabó. Las piezas vuelven a su caja a la espera de que su dueño vuelva a llamarlas al tablero, envueltas en ensoñaciones de viejas guerras.
¿Acaso no son un reflejo de nosotros mismos? ¿No luchamos nosotros día a día, a veces como reyes, a veces como alfiles, a veces como simples peones? ¿Qué diferencia hay entre su guerra y la nuestra? ¿Entre su juego y el nuestro?
La diferencia radica en que nadie controla nuestras acciones. No existe esa mano ejecutora que rige nuestros movimientos. Nosotros elegimos qúe pieza somos en cada nueva batalla. Nadie piensa por nosotros. No hay un Dios.

A veces sería mejor no ser más que meras piezas de madera.

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