jueves, 11 de febrero de 2010













Las reglas se hicieron para romperse. Aquí estamos nosotros como una prueba viviente de ello. Una raza sin dientes ni garras, vulnerable a los elementos, con los sentidos atrofiados, débiles. Nuestra única arma es la inteligencia. ¿Y qué clase de ventaja es esa, que nos incita al sedentarismo, el exterminio y la autodestrucción? Sin ir más lejos, somos la única especie que contempla el suicidio. O que entiende el sexo como algo más que un medio de supervivencia de la especie. Somos extraños. Y a pesar de todo, hemos sobrevivido hasta alcanzar la cima de las razas.

Ahora, nuestro egocentrismo ha llegado a tal punto que nos creemos con derecho a erradicar nuestras raices; la misma tierra. Pero hemos topado con un enemigo fuera de nuestras posibilidades. El mismo mundo que tratamos de destruir parece estar intentando borrarnos de su faz.

O tal vez sea que nuestro afán de inteligencia autodestructiva haya encontrado una forma de superar a nuestro adormilado instinto de supervivencia. O que Dios, cansado de su arrogante circo de monstruos particular, ha decidido reparar su error.

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