jueves, 28 de enero de 2010













Cinco continentes, centenares de países, incontables razas, todas con sus distintas culturas y niveles de vida. Sin embargo, hay una característica que todos los humanos compartimos: quejarnos. Nos quejamos por todo.
Cuando nacemos, lloramos porque nos arrancar del calor del vientre materno. Cuando crecemos, lloramos porque nos caemos, porque nos eligen el último para jugar al fútbol, porque nos llevan la contraria, porque nos castigan, porque Papá Noel no nos trae el juguete que le pedimos... en la adolescencia, cambiamos las lágrimas en la falda de mamá por amores no correspondidos, por uno correspondido que no es lo que parecía, por las agobiantes tardes el día antes de un examen, o por la sensación de que el mundo confabula en nuestra contra. Cuando somos adultos, olvidamos estas nimiedades por otras más "serias": No encontramos trabajo, el coche se ha calado, el niño es un caprichoso, el jefe es un explotador... La cuestión es lloriquear porque nos vienen dificultades.
Pero ahora dime, ¿de qué te quejas? ¿Qué sentido tendría una vida en la que obtuviéramos todo lo que queremos con chasquear los dedos y decir las palabras mágicas? Suena apetecible, pero ¿dónde quedaría el sentimiento de orgullo que te hincha el pecho cuando sabes que has conseguido algo tras darlo todo? Porque igual que un postre es más dulce después de un plato de verduras tragado sin respirar, la felicidad es doble cuando antes has probado el doloroso opuesto. No hacerlo sería como no salir nunca de la placenta.

A fin de cuentas, ¿qué sería del cielo... sin nubecitas? ¿Verdad? :)

jueves, 21 de enero de 2010

No te comprendo. No puedo comprenderte. ¿Cómo quieres que lo haga? Tan pronto me sonríes como me miras con repulsión. Tan pronto me abrazas como me empujas al barro. Tan pronto me acaricias como me hieres. Tan pronto me aseguras que todo ser arreglará como me dices que todo morirá pronto. Tan pronto me dices que todo no significa nada como que nada lo significa todo.
Me das confianza y me haces temerte. Me das esperanzas y me las arrebatas con frialdad. No... no te comprendo.

Pero aun así... te echo de menos...















Imagina un tablero de ajedrez. Las piezas colocadas en sus puestos con expresión fiera. El viejo rey con sus viejas piernas, incapaces de dar más de dos pasos seguidos, defendido por sus fieles súbditos y su amada reina. El ejército enemigo en el horizonte, como un reflejo burlón.
Empieza la partida; los peones se lanzan con ímpetu contra los enemigos. Los caballos saltan con brío entre los soldados de a pie, ansiosos por sumergirse en el calor del combate. Las poderosas torres buscan su oportunidad para golpear con irrefrenable fuerza bruta. Los taimados alfiles tratan de encontrar el momento para abandonar su puesto de honor al lado de sus reyes e internarse sigilosamente entre las piezas contrarias del otro, hasta llegar al corazón del soberano enemigo.
La batalla se desarrolla. Las torres aplastan y son derrumbadas, los caballos burlan defensas y caen, los peones acaban como mera carnaza, los alfiles se escurren entre los enemigos y pagan cara su osadía...
Las numerosas piezas van cayendo del tablero, quedando como muda audiencia de una contienda de la que ya no forman parte.
Cuando su rey peligra, la orgullosa reina abandona su trono, dispuesta a defender a su amado. Pero incluso la engalanada dama puede tropezar y caer, y así ser apresada sin piedad y expulsada del campo.
Tras la dura batalla, sólo los más listos han sobrevivido. Los reyes, sin guerreros que les tapen la vista, pueden ahora mirarse a los ojos. Ambos saben que es el momento de reunir a sus restantes soldados, levantarse de sus polvorientos tronos y pelear por no ser el que ruede fuera del tablero.
Tal vez sea la robusta torre, la siniestra sonrisa del alfil, el veloz salto del caballo, el temible avance de la reina, un pequeño peón que encuentra su oportunidad, o el mismo soberano del tablero que arrincona al otro; pero siempre, uno de los reyes acaba dando jaque al otro. La corona del vencido toca tierra, mientras la del vencedor se alza esplendorosa.


Y todo acabó. Las piezas vuelven a su caja a la espera de que su dueño vuelva a llamarlas al tablero, envueltas en ensoñaciones de viejas guerras.
¿Acaso no son un reflejo de nosotros mismos? ¿No luchamos nosotros día a día, a veces como reyes, a veces como alfiles, a veces como simples peones? ¿Qué diferencia hay entre su guerra y la nuestra? ¿Entre su juego y el nuestro?
La diferencia radica en que nadie controla nuestras acciones. No existe esa mano ejecutora que rige nuestros movimientos. Nosotros elegimos qúe pieza somos en cada nueva batalla. Nadie piensa por nosotros. No hay un Dios.

A veces sería mejor no ser más que meras piezas de madera.

miércoles, 20 de enero de 2010

















La lluvia golpeando los cristales. Su mejilla pegada a la fría ventana. Las lágrimas corren por su cara, reflejo de sus gemelas al otro lado del cristal.
Levanta la cara, hace un barrido de la habitación. Una cama deshecha, un montón de ropa en un rincón, varios libros exprimidos hasta la última gota, una novela a medio leer en la mesita... todo tiene un halo de melancolía a juego con su estado de ánimo.
Vuelve a dejarse caer contra la ventana y se encoge de hombros con aire abatido. Su único consuelo es pensar que algún día volverá a brillar el Sol...
¿Por qué? ¿Por qué esperar? Salta del alféizar, abre la puerta, sal a la calle, deja que la lluvia moje tu rostro y diluya tus lágrimas, respira el aroma de la tierra húmeda, sonríe a las nubes.

VIVE

miércoles, 13 de enero de 2010

Peleas. Es lo único que parece existir ahora. Peleas. Hace ya tanto que empezaron que no recuerdas el mundo sin ellas.
Todos, como perros con el morro erizado, lanzándose al cuello de los otros. Todos malheridos, pero ninguno parece dispuesto a dar su brazo a torcer. Los combatientes arrastran a los inocentes que, ajenos a la situación, son arrastrados, entre lágrimas, de su paz para pelear en una guerra que no es la suya. Sólo unos pocos, tal vez afortunados, tal vez egoístas indolentes, consiguen evadir el combate. Pero siempre hay flechas perdidas que los alcanzan. Nadie escapa al torbellino de locura.
Y tú, ¿dónde estás? Encima de una colina, observándolo todo desde arriba, como un dios. Te sientes por encima de todos, pero a diferencia de los otros, tú no dejas de mirar el caos a tus pies. De vez en cuando, plantas la rodilla en tierra, apuntas y aprietas el gatillo. Dejas una marca de desconcierto e ira y sigues observando el transcurrir del tiempo. Como un dios.
¿De veras lo crees? Claro que no. Sólo buscas un momento de evasión para sanar las heridas de tu cuerpo y tu alma. Porque tu también has estado ahí, en primera línea, atacando y defendiendo cuando y a quien creías conveniente. Te crees un pacificador, pero en el fondo no eres más que otro peón moviéndose en el tablero de Dios, y lo sabes. Como sabes que la colina es una ilusión, que realmente tu estás ahí abajo, tirado en el suelo, arrastrándote.
Porque, en el fondo, lo sabes. Sabes que no eres mejor que los que pelean a tu alrededor, desgarrándose mutuamente como bestias. De hecho, puede que tú seas el peor de todos ellos, porque quizás tú fuiste la chispa que prendió el combustible. ¿Y para qué? ¿Para satisfacerte a ti mismo, tal vez?
Tal vez sea ya hora de tomar una decisión. Tal vez la decisión correcta sea arrojar las armas y salir de sus vidas, arriesgándote a que te recuerden como el cobarde que tal vez seas.
Tal vez, sólo tal vez, nada de esto debió haber ocurrido nunca

O tal vez me equivoco...

martes, 12 de enero de 2010



















¡Rodilla a tierra, soldados!

Rindamos honores al ayer, porque un nuevo Sol nos espera.